martes, agosto 07, 2012

NOTICIA 1114ª DESDE EL BAR: MUERTE ROMANA (2 de 7)

Muerte Romana (2 de 7)
EPIGRAFÍA FUNERARIA EN EL NORTE DE LA PENÍNSULA IBÉRICA 

Pero no todos son descreídos. De hecho hay una mezcla de creyentes y no creyentes. Y dentro de los creyentes hay diversas interpretaciones de lo que ocurre después de la muerte terrenal. Algunas no son de carácter religioso, estrictamente, sino filosófico. El filósofo hispanorromano Séneca llegó a poner en su lápida:  "Aquel que tú crees que ha muerto, no ha hecho más que adelantarse en el camino". Esto lleva a que se generalice la cremación a partir del siglo II d.C.. Según esta nueva forma de tratar al difunto, de ese modo el alma, que era indestructible y por ello se podía quemar el cuerpo, que ya no era útil, podía ascender a los cielos, pasando por el de las diversas divinidades, hasta llegar al Sol. Los emperadores gustaron de esto, sobre todo como proceso de su divinización, y sus súbditos más importantes aspiraron a lo mismo pero sin llegar al sol, catastarizándose (transformándose en estrellas).

Todo esto no quiere decir que desapareciesen los cultos tradicionales, la creencia en los manes, la no creencia en ellos mismos, la creencia en ritos funerarios orientales (en Roma hay un enterramiento en pirámide), el agnosticismo o el ateísmo, la creencia en otras religiones que no se mezclaban con las formas religiosas romanas (como el cristianismo), etcétera. Creando diversidad de formas de enterramiento. Todo ello convivió conjuntamente, por más que existiese una religión oficial (el culto al emperador, hasta que lo suplantó el cristianismo). Y en medio de todo aquello, hubo un creciente agnosticismo y un creciente ateísmo, que hacían que las lápidas rindiesen un homenaje al querido ser muerto, pero no tanto a una creencia religiosa fuerte que les llevase a crear aquellos epitafios y enterramientos.

Esa misma pluralidad de los últimos siglos de Roma ya se daba desde antes en las provincias marginales, en territorios no del todo sometidos, o los de frontera. Ese es el caso del norte de la península Ibérica. Bien es cierto que Roma nunca implantó su religión oficial a la fuerza, por más que, como el idioma, los cargos y otros instrumentos culturales y gubernamentales, eran otro medio de dominar y poseer territorios y poblaciones. Por ello, lo que sí hizo Roma fue aceptar a los dioses del lugar mientras los iba introduciendo en un proceso de sincretismo que, poco a poco, introducía a los habitantes de la zona en la cultura romana (junto con otros medios). Las poblaciones celtas del norte peninsular (Gallaecia y zonas asturianas) no tuvieron problemas en aceptar la interpretación romana de la triada de dioses poderosos Júpiter-Hera-Minerva (que era una metáfora del propio Estado romano). Ellos, de por sí, tenían unos dioses mayoritariamente guerreros y que protegían y beneficiaban a los guerreros. La existencia en Roma de tres dioses muy poderosos sobre el resto de los dioses podía ser interpretado en este sentido. Además, estas poblaciones ya contaban con la creencia de la protección de los difuntos, lo que les acercaba a la idea de los manes, lo que sirvió para una mayor aceptación de este mundo religioso. No obstante, la idea de los manes había sido adoptada, también por ideas similares de ultratumba, en la Bética desde el siglo I d.C. (aportando a la vez a Roma ideas de dioses guerreros que eran herencia de creencias fenicias y púnicas, así como dioses comerciantes del mismo origen, eso sí: siempre dentro de la táctica de sincretismo romano, v.g.: Melkart fue Hércules). Sin embargo, hay que contar también con el problema de la polisemia. Un manes, una ninfa, y otros seres mitológicos, no eran entendidos del mismo modo por un romano que por un habitante autóctono de una provincia, aunque compartieran la creencia en ellos. En la zona norte no parece que se generalicen los dioses romanos hasta el siglo II d.C., y con una potencia de fe mayor que lo que en esas épocas contaban los propios romanos en general. Ciertamente es un proceso algo lento si se tiene en cuenta la cercanía de la legión X, asentada en la actual León para proteger las minas de la zona. El carácter icónico de los dioses romanos había creado un gran impacto en las mentalidades celtas. Las cuales fueron adoptando progresiva, pero lentamente, las formas religiosas romanas. Existía eso sí, una religión oficial conviviendo con otra provincial, pero como el culto era difícil de uniformar y de controlar, dado el carácter multirreligioso del Imperio y que era una zona marginal, no se tiene claro la clase de religión que se procesaba en el lugar, teniendo, quizá, que estudiarse las diversas zonas de lo que fueron esta provincia.

Claro que, en el proceso de sincretismo, Roma utilizó cierta desvirtualización de las esencias divinas de los dioses gallaicos, astures y lusitanos (célticos en conjunto). Sirva de ejemplo los dioses que aparecen en las aguas termales naturales de Caldas de Viziella y de Briteiros. Esta agua, al ser termal, tenía capacidades salutíferas. Por esa razón fueron usadas con ese carácter. Pero en las creencias celtas, sus cualidades servían para dar fuerza a los guerreros, y por tanto estaban asociadas a Borus, un Dios celta guerrero. La epigrafía romana del lugar, hecha escribir por un habitante de origen no romano, Medamus hijo de Calamus, equipara a Borus con el Dios de la guerra latino Marte. Ahí está hecho el sincretismo que acerca la religión celta a la romana. Pero va más allá, ya que tal epigrafía habla de las aguas como curativas, y no tanto como revigorizantes para los guerreros que se inician. De este modo, Borus es un Dios guerrero cuyo papel ha quedado reducido al de pactar con el enfermo o el herido que se bañe para poder curarle. Eso hace que quien recurra a esas aguas comenzase a verlas con ese valor, prueba de ello es la epigrafía que hace escribir un mismísimo celta, el citado Medamus. El gusto guerrero iba mermándose a favor de este valor que daba la influencia romana, la cual buscaba tres cosas:

1-   Sincretismo, para adaptar mejor a las poblaciones autóctonas.
2-   Desvalorización del carácter guerrero celta, para un mejor control y pacificación de la zona, y probablemente de las minas que debían proteger la Legio X, así como la vía de la plata.
3-       Aculturación.

Todo ello, a mi juicio, fue logrado a lo largo del tiempo.

Los astures, por poner otro ejemplo, tenían por Dios guerrero a Cosus, también llamado: Esus, Teutates o Taranus, y que fue asimilado con Marte. A la vez, fue relanzado Lug, un Dios de los pactos públicos y privados que, con el tiempo fue reconocido como Júpiter. Montes, ríos, astros, fuentes, etcétera, también figuraban en el panteón de dioses astures, lo que era asimilable con el de los romanos, al contar con ellos también desde tiempos remotos.

La cercanía y continuidad en el espacio y el tiempo de la Legión X también atraía religiosamente a estos pueblos, ya que, teniendo dioses guerreros, veían como los romanos adoraban a un dios de la guerra (que era el dios que todo militar adoraba para tener su protección y que no era otro que Marte). Asturica, Astorga y Bergidum Flavium son ejemplo de todo esto, al mezclar cultos y dedicaciones tanto a dioses romanos como a dioses autóctonos. Pero, para más simpatías con los romanos (y quizá también para atraerles o como legitimación de los propios dioses celtas) César Augusto llegó a dedicar un templo a Júpiter Tonante (sincretización con el dios astur) en la misma Roma, como resultado de salir indemne de la caída de un rayo en una campaña en la península). Sin duda, todo un gesto que debió agradar y acercar a muchos pueblos astures.

Como quiera que antes de la segunda mitad del siglo I d.C. los pueblos gallaicos se organizaban en castros, que a la vez se organizaban en comunidades más amplias (albiones, cabarcos, cilenos...), las inscripciones epigráficas de estos, a la hora de dedicar algo a una persona o a una divinidad, aparecen mencionando el nombre personal seguido de una E con un punto encima. Esta E podría ser el indicador toponómico del origen de esa persona, cuyo nombre puede ser autóctono o latino. Las dedicaciones a una divinidad hacen de esta región del Imperio algo único, ya que no se da en otros lugares la dedicación a la divinidad seguida de la toponimia a la que pertenece (del lugar de donde es esa divinidad). Es una identidad socio-política de la zona, de sus habitantes y de los dioses de sus habitantes. Aunque Schulten habla de esto identificándola con la organización gentilicia decimal, al igual que se organizaban otros pueblos occidentales. Aportó gran cantidad de material epigráfico, apoyado por el de otros autores, que venía a reforzar esta idea alegando que la E era una indicación a la pertenencia de un castellum (castro). Por ello queda abierto el debate de si quiere indicar la pertenencia personal a un castro o a una familia (entendida ampliamente). Pero a partir del final del siglo I d.C. la epigrafía del lugar parece indicar que puede ser tanto de una pertenencia como de otra, dependiendo del individuo. Es más, el individuo pertenece a la civitas romana, ya con la terminación en -ensis, o con la mención de los términos de la inscripción antes del nombre del individuo en cuestión, y ay no tanto con la aparición de la E. Así pues, parece que desde el final del siglo I d.C. la organización del norte español cambio de los castros a la civitas (ciudad), y por tanto a formas romanizadas de organización.

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