viernes, marzo 07, 2014

NOTICIA 1313ª DESDE EL BAR: EL FRÍO QUE NOS ACOGE MIENTRAS LOS ROBOTS CAMINAN ENTRE LOS HUMANOS (capítulo 11)



Capítulo 11: Spes

El robot Sergio Pérez libraba una batalla interior. Sus circuitos de empatía luchaban con un ataque exterior a su programación. Su cuerpo recibía órdenes que debía cumplir. Los circuitos de sus procesadores a los que se podría llamar cerebro estaban siendo asaltados, quizá se podría afirmar que invadidos. Corría por las calles, pero no había en él desesperación. Corría buscando cumplir órdenes ajenas a las que él mismo se generaba. Eran sus circuitos empáticos, en buena parte generadores de su memoria, los que discutían con las órdenes. A ráfagas unas órdenes iban contra otras y se generaba en su interior una discusión. Pero no había desesperación. Ni angustia. Sólo había procedimientos. Sus funciones locomotrices habían sido conquistadas, aunque en algún momento, él lograba apoderarse por unos instantes de las mismas. Su carrera tenía extraños giros, abruptos paros. Su mente era un caos. Su cuerpo de robot tenía un virus humano generado por una humana, Doxa Grey, cuyo cuerpo tenía muchos aparatos de robot.

La gente le dejaba paso en su carrera, le miraban en sus frenos extraños. Nadie le preguntaba al conocido robot si le ocurría algo. Llegó hasta la gran avenida Complutense que cruzaba la ciudad galáctica de lado a lado. La cruzó sin preocupación alguna por el tráfico de vehículos, aunque sus sistemas empáticos dispararon todo tipo de alarmas. Su precisión de máquina evitó ser atropellado, algunos vehículos hicieron trombos. El robot Sergio Pérez se perdió por las calles más allá del Parque de San Isidro, más allá de la calle Goya, por detrás del Palacio de Laredo, pasando la Avenida del Ferrocarril, que también cruzaba la ciudad de lado a lado. La cruzó también sin preocupaciones, provocando otros tantos giros repentinos entre los conductores. Más allá había más calles.

Algunos ciudadanos dieron un aviso del extraño comportamiento del robot Sergio Pérez cruzando las avenidas. Código recibió el aviso, pero se desentendió de él. Tenía a su cargo los dos vehículos accidentados, precisamente por culpa del robot, eso ya de por sí le estaba haciendo perder tiempo para encontrar a Esther Claudio, con el polvo sobre ella.

Mientras unos circuitos batallaban contra otros, en otro lugar de la ciudad, su amigo, el antiguo gestor Enrique Bermejo, estaba en los baños públicos tranquilamente ignorante de los problemas del robot.

Los baños públicos tenían una gran sala rectangular como sauna. La entrada a la sala de la sauna era única, por uno de sus laterales más alargados, en realidad por una de sus esquinas. Claro que la sala era excesivamente estrecha. El suelo, repartido en tres escalones que hacían de asientos orientados hacia una pared, dejaba ver en la misma un paisaje de atardecer marítimo por infografía. La gente, hombres y mujeres, estaban allí totalmente desnudos. Observando como real aquel espectáculo. Estaban todos muy relajados. Para acceder a la sala, un pasillo circulaba la misma, y en el pasillo, unos guardias. Aquella sauna, siendo pública, era secreta. El edificio tenía los baños públicos para toda la ciudadanía, pero el acceso a aquel pasillo que rodeaba la sala de la sauna era restringido, y secretamente ocultado a los ciudadanos comunes. Sólo iban allí determinadas personas, muy selectas de entre un grupo de creyentes muy selectos. Entre ellos, Enrique Bermejo, que se encontraba sentado en uno de los escalones, sudando por todo su cuerpo mientras miraba la infinidad de un mar falsamente atardeciendo sobre una pared infográfica.

Tenía el lugar algo de ceremonial, y un olor, decían, como lo que debía ser el del eucalipto. Saneabas el cuerpo y el alma. Era ese sitio un lugar donde poder eliminar la alienación que algunas personas vivían episódicamente al vivir en la inmensidad del frío de la galaxia.

Allí Enrique Bermejo tomaba la “spes”, la droga de los iniciados. Truji Garrido se la iba dando mientras ella también la tomaba. Dentro de aquella sauna no estaba prohibida, era incluso razonable que aquel fuera su lugar, entre los selectos. La palpitante Truji Garrido había sintetizado su propia droga, su propio “spes”. Era unas hierbecillas mezcladas con unos químicos sobre los que se debía aplicar una pequeña llama. El hilo de humo blanco que provocaba debía ser inhalado directamente por la nariz. Por eso, Enrique Bermejo se inclinaba a aspirar profundamente el humo que le ofrecía Truji Garrido a una distancia no más superior que unos diez centímetros. La paz subsiguiente no era exactamente paz, ni inmediata. La paz que proporcionaba se basaba en la esperanza. La “spes” proporcionaba esperanza. Las posibilidades las transformaba en creencias, las creencias en fe y la fe en certeza; así se formaba la realidad: por medio de la esperanza depositada en la certeza de los pensamientos propios.

Truji Garrido, formidablemente desnuda, con los ojos dilatados, sudando en la sauna, aspiraba ahora ella su “spes”. Para ella aquel acto religioso era una adicción.

Al fin llegó la persona que citó allí al antiguo gestor Enrique Bermejo. El enorme “Oso” Yogui ante ellos dos fue recibido con una reverencia de cabeza de ambos. Truji Garrido le ofreció inmediatamente “spes”. Yogui no la aceptó con un movimiento de la mano, pero acarició la cabeza de la mujer en señal de agradecimiento.

-No es legal a los ojos del mundo de la Federación –dijo sentándose al lado de Enrique Bermejo-, pero es litúrgica para algunos de nuestros creyentes. No sabía que vosotros la practicabais.

-Aunque no es parte de la liturgia reglada, así es –afirmó Enrique Bermejo-. Truji Garrido me acompaña en cada uno de mis destinos. Sabe sintetizarla bien. Pero sólo nos dejamos ver juntos en privado. Es de confianza, mi señor.

-No me llames “mi señor” –dijo Yogui-. No aquí. Aunque os vieran juntos y se supiera públicamente a qué se dedica ella no pasaría nada. Muchos miembros de la casta política de la Federación practica el “spes”.

Enrique Bermejo no hizo gesto alguno ante la afirmación, pues conocía el hecho, aunque tampoco quería aparentar que lo sabía. Yogui siguió hablando.

-Has cortado todos tus contactos salvo con nosotros desde que estoy en la ciudad.

-No he sido yo. Creo que he sido atacado.

-Y nos llegan textos tuyos que nos comprometen.

-No he sido yo.

-Tranquilo. ¿Quieres a nuestro Papa?

-Sí.

-Pues tengo algo de él para ti. Yo sólo soy su emisario.

El corpulento “Oso” Yogui hizo un gesto a un guardián de la puerta de la sauna. Este les acercó un pequeño dispositivo de mensajes en holograma. El guardián lo activó delante de ellos. La figura del Papa Galáctico de la Iglesia Amalgamada se proyectó ante ellos. Truji Garrido reverenció su figura. El actual pontífice, L. Abad Gutiérrez, había grabado el mensaje para el antiguo gobernador desde que comenzó la problemática de la secesión federal de Alcalá de Henares respecto a Madrid D.F.. Yogui sólo era su emisario más secreto de entre todos sus emisarios para los asuntos más delicados y complejos. La Iglesia Amalgamada era la religión oficial de la Federación, la más extendida de todas las religiones. Tenía en su seno todas las grandes creencias de la Humanidad, en un sincretismo perfecto. Era en buena parte la espina dorsal de la unión de mundos tan lejanos en el espacio, y tan cercanos en sus sentimientos de pertenencia cultural. Pero también las pequeñas creencias tenían su cabida en ella. Algunas no muy promocionadas entre la gran mayoría de los millones de sus seguidores. Como la rama de creyentes a la que pertenecía Enrique Bermejo, la de la secta de los estigios, adoradores de la muerte y su vida ulterior. Aquel sincretismo perfecto no era tan perfecto en la absorción de estas pequeñas sectas y sus ritos, ya que si bien en la teoría todo cuadraba y era aceptado, en la práctica muchos creyentes amalgamados sentían rechazo ante estos creyentes. Pese a que todas las tendencias de la Amalgama seguían unas líneas generales muy aceptadas y asumidas, que no profundizaban demasiado en ninguna dirección, el Papado siempre supo que algunas tendencias eran amadas, mas no proclamadas.

El holograma del Papa L. Abad habló:

-Bendito hijo, bendita tu creencia, bendita sea tu muerte –el antiguo gestor correspondió con otra inclinación de cabeza-. La Federación está muy satisfecha con tu labor como gestor de un área metropolitana de una de sus ciudades galácticas. Sin embargo, la secesión de Alcalá de Henares como nuevo distrito federal no debe ser interrumpida. El Consejo Federal no puede impedir que en la legalidad Madrid D.F. lleve a los tribunales a Alcalá de Henares D.F., pero me pide que interceda por el nuevo distrito. Su existencia nos es conveniente. Como tu Señor temporal, y tu representante en lo Eterno, conozco cómo en casos similares has logrado recuperar el control de las ciudades más díscolas. Hijo, voy a ser franco: bajo ningún concepto la alcaldesa Anna Guillou debe sufrir accidente o percance alguno. Hay poderosos intereses en la existencia de un nuevo distrito federal. “Galaxia Eléctrica” no debe salir perjudicada por una pelea de poderes de gobierno. Queda desautorizado desde el Consejo Federal cualquier intento de Madrid D.F. por recuperar la ciudad como área metropolitana, aunque nunca harán pública la desautorización. Si la desobedecieran los madrileños deberán esperar un gran frío en sus vidas. El frío del abandono hasta que todos quedemos complacidos. Por lo que a mí respecta como tu autoridad moral superior, también te desautorizo. Nos han llegado noticias de un intento de asesinato a la alcaldesa y su secretaria por vías confidenciales desde el propio ayuntamiento alcalaíno. No nos pasa desapercibido. Es por ello, querido hijo, que me dirijo en persona a ti por medio de mi emisario Yogui para otorgarte un bien superior que te recompense de todos los males que te proporciona nuestra desautorización. Sea Estigia contigo.

El holograma del Papa desapareció tras hacer un gesto religioso de despida. Enrique Bermejo estaba contrariado. La “spes” comenzaba a hacer efecto secundario ante las palabras del honorable Papa. Sus esperanzas pasaban a ser perspectivas. ¿Iba a ser devuelto a Madrid D.F.? ¿Iba a ser desembarcado en Indonesia? ¿Había pedido Anna Guillou su cabeza? Pero iba a ser recompensado. Cualquier destino iba a tener en cuenta sus servicios. El guardián se alejó con el dispositivo de hologramas. Yogui les invitó a vestirse y a seguirle. Ambos, Enrique y Truji, le acompañaron. En un viaje en coche Yogui les llevó hasta unas de las entradas al mundo subterráneo de la ciudad flotante. Desde allí les llevó a uno de los muelles de carga, donde varias naves de transporte trabajaban. Parece ser que a fin de cuentas, iba a ser enviado a Indonesia.

-Creo que es aquí donde “Galaxia Eléctrica” enviará la señal –les dijo Yogui.

-¿Trabajaré para Galaxia Eléctrica? –preguntó el antiguo gestor.

-Nuestro amado Papa ya te ha dicho que ibas a ser recompensado. Podrás permanecer en la ciudad –le contestó el magnate que en secreto era emisario.

Ahora la “spes” hacía un efecto de euforia remarcando la realidad de las creencias de  Enrique Bermejo. Puede que no pudiera hacer ya nada políticamente por evitar el estatus nuevo de la ciudad, pero desde la empresa “Galaxia Eléctrica” podía satisfacer gran parte de su ánimo de revancha contra la alcaldesa Anna Guillou. Podía, quizá, traer frío o calor excesivo, a su conveniencia. Por supuesto, imaginaba, el cónsul Miguel Ángel Rodríguez iba a ser su jefe, pero, habiendo trabajado juntos cuando era un área metropolitana, estaba confiado en que sabría apreciar sus consejos, e incluso tentarle para extorsionar de manera legal a la ciudad. Satisfacería así su vil ser de gestor despojado de serlo y las ansias de dinero de aquel emporio.

Se le abrían las puertas a Enrique Bermejo en sus percepciones mientras esperaban la señal de “Galaxia Eléctrica”. Truji Garrido, la adicta feliz, soñaba también en un futuro más perfecto para ambos. Quizá en una vida más cómoda, menos oculta. Una jeringa, su aguja metálica de micras de grosor, deslizó en ella un frío líquido que en minutos debía paralizarla. El corpulento “Oso” Yogui se lo había inyectado desde la espalda. Apenas pudo verlo Enrique Bermejo, pues les daba la espalda en sus propios sueños de esperanzas. Lo primero que vio fue llegar corriendo a su mejor amigo, un robot, el robot Sergio Pérez, que se paró ante ellos.

-La señal ha llegado –dijo Yogui inyectando ahora a Enrique Bermejo también desde su espalda.

El antiguo gestor dio unos pasos hacia delante y se volvió hacia el emisario del Papa de la Iglesia Amalgamada.

-No entiendo…

-Has sido recompensado, hijo nuestro –le dijo el gran “Oso” Yogui-. Siéntete gozoso de recibir la buena nueva.

Truji Garrido apenas se movía ya correctamente. Yogui la cogió y aprovechó que aún podía caminar para introducirla dentro de un cajón de cartón piedra de mediana altura estructurado en pisos. Enrique Bermejo aprovechó para intentar irse, pero su mejor amigo se interponía, no le dejaba avanzar.

-Esta estructura –dijo Yogui-, la traje yo mismo para que Patri S.G. nos haga una de esas maravillosas tartas que a veces cocina, para la recepción con Borja Montero como epicentro. De aquí debía salir un imitador del gran músico. Es una lástima que no veas esa fiesta. Pero estás llamado a mayores alturas, querido hijo. Estaréis quizá un poco apretados, no contaba con la hija Truji, pero cabréis. Es una lástima el destino final de esta estructura, habrá que decir que se deterioró.

Yogui terminó de meter a Truji Garrido. Se despidió en la distancia del antiguo gestor Enrique Bermejo, que era rodeado ahora por algunas personas que no conocía. Sus piernas y sus brazos comenzaban a desobedecerle. Ellos le llevaron al cajón y le metieron. Y les cerraron. El cajón por fuera tenía pintada la forma de una tarta, de la tarta que nunca iba a ser. El cajón por dentro, oscuro, tenía ahora los temores que también el “spes” proporcionaba en un uso fallido.

-¡Sergio! ¡Sergio! ¡Ayúdanos, Sergio! –gritaba Enrique Bermejo a su robot manumitido en la esperanza.

Pero los hombres desconocidos se apartaron, junto a la estructura de cartón piedra le dejaron al robot un enorme sable. Los gritos se oían desde fuera. El mejor amigo de Enrique Bermejo los oía. Sus circuitos luchaban entre ellos. La tarta le hablaba, le confundían unas órdenes, las tartas no hablan, decían otras. Y con la espada, de un golpe seco, cortó el robot el piso superior. Dos cabezas seccionadas, y la sangre, que llenaba la caja. Así fueron los estigios recompensados, pues no hay mayor recompensa que obtener lo adorado.

Los hombres desconocidos se llevarían la caja.

En otro lugar de la ciudad Doxa Grey se veía satisfecha en su venganza. El robot recibía señales de localización de su amigo. Lo había descubierto no hacía mucho. La venganza contra Enrique Bermejo se podía completar. No pudo paladearla. Acto seguido de culminarla los innumerables complementos electrónicos de la blanquecina Doxa Grey, tan unidos a su organismo, comenzaron a colapsar todas sus funciones. En apenas unos segundos, mientras en el muelle aquel cortocircuitaba Sergio Pérez y se quemaban sus circuitos, Doxa Grey sufría un paro cardiaco irreversible. Ya en el futuro sería azul, y no sería.

Miguel Ángel Rodríguez, en su despacho, borró el rastro de señales de rastreo y cerró su ordenador. Sus trabajadores hicieron lo mismo. Juanca López lo daba por bueno.

En el centro de la ciudad, Anna Guillou observaba desde la ventana a Fatima Littlefire pasear.

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